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Thailand November 9, 2005 english

Posted by Belle in : Thailand , trackback

Llegamos a la Marina Royal Phuket el 11 de noviembre. La Marina Royal Phuket va a ser una marina hermosa…algún dí­a. Pero en este momento es apenas una prometedora obra en construcción. Cuando llegamos vimos que una docena de personas corrí­a a ayudarnos, lo que parecí­a un poco demasiado bueno para ser verdad. Cuando llegamos a un nuevo destino parece que nunca hay nadie para ayudarnos a amarrar. Mientras observaba este grupo de gente que corrí­a como loco hacia nosotros, pensé que quizás habí­a un incendio. Pero corrí­an hacia nosotros. Quizás se habí­a incendiado nuestro barco. No. Miré alrededor y me di cuenta que éramos los primeros clientes. La marina estaba vací­a. Con razón estaban tan ansiosos por ayudarnos. Aparentemente todas las demás marinas en Phuket están reservadas para los próximos meses. De hecho, desde justo después del tsunami del año pasado. Nos alegró encontrar amarras disponibles en esta. Especialmente cuando Wences conectó su aparatejo, la caja mágica del vino (estoy segura que debe tener algún nombre técnico, pero me gusta llamarla la cosa de la caja del vino) ¡¡¡¡¡que nos permite tener WiFi!!!!! Qué me ha sucedido. Hace siete años no sabí­a lo que era la Internet. Ahora me entusiasmo con el Wi-Fi. Lo que es peor, me siento estafada cuando no hay WiFi. Es todo culpa de Wences.

La noche antes de que Wences se fuera en su viaje de negocios fuimos a un restaurante llamado Kra Jok See en la ciudad de Phuket. Tení­a una mención un poco vaga, aunque sonaba agradable, en la guí­a Lonely Planet. Salimos del barco a las 8 de la noche, caminamos al estacionamiento inocentemente pensando que podrí­amos tomarnos un taxi ahí­ cerca. Cuando le preguntamos a los obreros, mitad hombres y mitad mujeres (que parecen no parar de trabajar, dí­a, noche, a sol o a lluvia) si podí­amos tomar un taxi cerca de ahí­, empezaron a reí­rse. Me pareció que no era buena señal. Preguntamos si podí­amos tomar un taxi en la otra marina cercana, Boat Lagoon, y dijeron que sí­. Wences empezó a caminar. Los obreros se miraron entre sí­ y empezaron a reí­rse. Yo me quedé esperando mientras Wences desaparecí­a en la oscuridad, mirando a los obreros tailandeses que observaban nuestra pequeña escena doméstica con gran interés. Me puse las manos en la cadera y sacudí­a la cabeza. El gesto internacional de la mujer que manifiesta su disconformidad. Todos los obreros empezaron a reí­rse, entendiendo la situación. Va a aprender su lección, me dije a mí­ misma. Finalmente, estaba aprendiendo a decirle que no a mi marido adicto a la aventura. Cinco minutos más tarde me encontraba soplando finas mechas de pelo demasiado perfumado que se me metí­an en la nariz, sentada en el asiento trasero de una motoneta, aferrándome a un pequeño guardia de seguridad tailandés. De repente el guardia entró a una calle con mucho tráfico. Empezaron a venir autos hacia nosotros. íbamos a contramano por una calle de una mano repleta de tráfico. Ayyyy. Vuelven a empezar las aventuras de la Gringa con el Indio Patagónico.

Para cuando finalmente llegamos al restaurante no tení­an mesa y mi peinado se habí­a convertido en un afro. La mujer nos ofreció una mesa que estaba prácticamente en la calle, y yo, la mamá muerta de hambre de amamantar, dije que sí­ antes de que Wences pudiera abrir la boca. Pobre Wences. Para él comer en un restaurante con mala vista es como esquiar en una montaña en Texas con nieve artificial. TODO MAL. Mientras estábamos sentados comiendo nuestra sopa tom yam y la ensalada de berenjena y gambas con una vinagreta de chile muy picante, mirábamos personaje tras personaje entrar al restaurante. Un ex hippie pelilargo con un bigote cual moñita de esmoquin, una mesa de cuarentonas en pie de guerra, que fumaban como chimeneas, demasiado producidas, que le prestaban demasiada atención a Wences, un elegante señor mayor con unos pantalones estampados imitando la piel de un dálmata, dos hombres alemanes regordetes de más de 50 con dos chicas tailandesas muy jóvenes, muy vestidas y un rubio mayor. Parecí­a que su cariño estaba en venta. Una mujer de negocios francesa con un traje muy elegante, un europeo de cuarenta y pico que intentaba levantarse por lo menos a una de las cuarentonas fumadoras, y la lista continúa. Los personajes eran la mejor publicidad para el lugar. ¡Nos morí­amos por entrar! Justo cuando levantaron los platos de las entradas, la hostess nos dijo que tení­a una mesa para nosotros. En cuanto entramos en el restaurante, me di cuenta de lo aburrida que era nuestra mesa afuera.

Mi hizo acordar a tantos lugares. La Jumelle en Nueva York, La Vie en Rose en Akaroa, docenas de lugares en Paris. Un salón a media luz, con fotos interesantes y recuerdos en las paredes de pintura descascarada. En Kra Jok See habí­a una foto inolvidable de una mujer tailandesa eterna, con la cabeza envuelta en pañuelo, con la mirada más hermosa, aunque sin un diente. Mesas y sillas de madera sobre un piso de tablones. Uno o dos paneles de vitral, un florero alto, rebosante de flores, unas láminas extrañas y coloridas de unos gallos en hilera. Y la música. Ahhhhhhh, la música. Baladas viejas, Nina Simone, Billie Holiday, otras canciones que sonaban conocidas, de esas que podés no acordarte de la letra pero que te hacen acordar a un sinnúmero de otros momentos de tu vida. Es todo un poco nostálgico, y puede ser por eso que la mesa llena de franchutes, que parecí­an í­ntimos de la hostess, se subí­an a la mesa como adolescentes para llegar al diminuto espacio entre las mesas que hací­a las veces de pista de danza, ya que estaban encerrados contra la pared. La hostess, obviamente una ex bailarina de ballet, con su pelo tirante anudado en un moño en la nuca y una elegancia que comenzó como un amor por Ballanchine y se ha convertido en parte de su alma, se balanceaba elegantemente al ritmo de cada canción, sonriendo dulcemente sin importar con quién bailaba. Una verdadera hostess. Se aseguraba de que todo el mundo la pasara bien. Wences y yo mirábamos, pasmados con este grupo animado, desordenado y totalmente fascinante de franchutes mientras la pasaban bárbaro, como si esta fuese su última noche de vida. Yo me preguntaba si el tsunami habí­a tenido un efecto permanente sobre estos extranjeros residentes, o si eran parte de una caravana de gitanos jubilados que se llevaban el mundo por delante. O si era simplemente un sábado de noche más. Cuando me parecí­a que ya no se podí­a poner más interesante, apareció Diana Ross. O era Dionne. Los ojos no eran tan grandes, su sonrisa no era tan conmovedora, pero acaparó la atención de inmediato, y el salón parecí­a explotar diversión tonta y alegrí­a. Mientras los miraba a todos, cada uno con su estilo de bailar que tan bien parecí­a expresar algo sobre cada uno, algunos haciendo gestos chistosos, otros con fuertes expresiones, me dio lástima que Wences nunca vaya a poder compartir conmigo la alegrí­a de bailar. Para él bailar es una tarea obligada que realiza para su esposa, con una sonrisa, en las escasas ocasiones en que percibe que si no baila conmigo pronto, voy a prenderme de algún otro y desaparecer entre las olas de cuerpos en movimiento. Me acuerdo de la secundaria y la universidad, sentí­a que para mí­ bailar era una NECESIDAD. No pasaba una semana sin que yo fuera a algún lado a sacudirme al ritmo de alguna música con onda y olvidarme de todo en el ritmo y el calor. Deseaba que Wences y yo pudiésemos hacer eso junto. Lo miré y noté que le estaba viniendo esa transpiración nerviosa que le sale cuando enfrenta una tarea que no está seguro de poder realizar. Decidí­ ir al baño y dejar que él pagara la cuenta para que pudiéramos irnos. Cuando volví­, no estaba en la mesa. Estaba parado con la hostess, que en cuanto me vio se acercó, me agarró, me puso las manos en las de Wences, y antes de que nos diésemos cuenta de lo que pasaba, desaparecimos en un grupo de cuerpos en movimiento. Duró sólo una canción, sólo unos minutos, pero para mí­ fue un momento memorable. Mientras que el animador travesti pasaba de las viejas canciones de Diana Ross and the Supremes a los éxitos de los 80, yo fui a agradecerle a la hostess. Me puso una rosa en la mano y nos besó a ambos en la mejilla. ¡Qué lugar! ¡Estoy deseando volver!

Hoy Wences se volvió a trabajar. El volver a trabajar involucró un viaje de taxi hasta el aeropuerto, con dos cortes de pelo por el camino, creo que el primero fue tan malo que tuvo que ir a cortarse el pelo de nuevo en otro lado. Un vuelo a Bangkok, una escala de dos horas, seguida de un vuelo a Singapur, otra escala de tres horas y muchas compras en el Duty Free, un vuelo a Paris, escala de cuatro horas, quizás varios café au lait y el equivalente de varios cigarrillos inhalados de segunda mano, un vuelo a Miami y después un vuelo a Panamá. Es extraño que nos haya llevado un año y medio dar la vuelta a la mitad del mundo y a él le lleva sólo un dí­a y medio volver a donde empezamos. No puedo imaginarme lo difí­cil que le debe resultar pasar de nuestra vida en el barco a ritmo lento y algo simple a media docena de reuniones por dí­a, de traje y corbata en lugar de hojotas y short de baño. No me imagino que mucha gente pueda hacer esa transición en forma elegante, y aunque la elegancia no es lo primero que me viene a la mente al pensar en Wences, sé que al llegar arranca con todo y no para hasta que se desploma en la cama de noche.

Mientras Wences estaba de viaje hicimos algunos trabajos en el barco. Eric, del Rainbow Voyager nos ayudó a instalar dos aparatos de aire acondicionado en la sala. Son aire acondicionado para uso residencial, así­ que sólo los podemos usar cuando estamos en la marina. Quizás sueno un poco malcriada, pero en este calor, quedándonos en la marina, donde no hay brisa ninguna, no es nada divertido. Los chicos tienen irritaciones en la piel y picazón por el calor abajo del cuello, en las axilas y por supuesto en la zona de los pañales. Así­ que el aire acondicionado, bueno, nos devolvió un poco la cordura. Después que nos ocupamos de eso, pasamos a otros proyectos: ventiladores, molinete, algo de trabajo de carpinterí­a, colocamos una especie de red alternativa abajo del trampolí­n, algo de trabajo con los instrumentos. Todas las tardes nos í­bamos a la piscina después de la siesta de Dio. A veces acompañados de Luna y Nicole. Yo me quedaba con el bebe, los dí­as de calor lo metí­a al agua y Dio nadaba con Liz. Es tan entretenido verlo divertirse en el agua. Siempre le ha encantado tanto. Pero verlo nadar de verdad es fantástico. Claro que todaví­a precisa estar vigilado todo el tiempo y le hace falta mucha más práctica, pero ha empezado a nadar. No estoy segura, pero creo que yo no empecé a nadar hasta alrededor de los 4 años. Además mis padres tení­an que arrastrarme a las clases.

Llevé a Dio al aeropuerto a recibir a Wences. Desayunamos en el restaurantito afuera del portón de llegadas. Después hicimos nuestra marcha del elefante (Ver El Libro de la Selva) para el encanto de los numerosos taxistas que estaban esperando al lado nuestro. Todos trataban de tocar a Dio como si fuera el más joven de los Beatles, o algo así­. El sonreí­a y se escapaba justo hasta donde no lo podí­an alcanzar. Ya está hecho un flirt terrible.

Me encanta ver la expresión de Dio cuando ve a Wences llegar del avión. Es una alegrí­a pura con tanto amor. Yo lloro todas las veces. Dio le sostiene la cara a Wences en sus manos y sonrí­e con asombro y amor. “¡PAPA! ¡Papá en el avión! ¡Papá vuelve pronto!” ¡Es tan divertido tener a Wences de vuelta!

Le dimos a dos dí­as libres a Liz y David, para que pudieran descansar, estar lejos de nosotros, y darse unos buenos masajes tailandeses, que los preparasen para su próximo desafí­o: Cuatro dí­as con Dio y Theo solos y sin supervisión. Sin otra ayuda que videos Baby Einstein y algunas pelí­culas de Disney.

BANGKOK

Wences y yo nos fuimos a Bangkok por cuatro dí­as, solos. Wences anunció que se querí­a ir a algún lado por una semana, y por la mirada de huevo frito que me dio David, vi que estaba aterrorizado. Aunque aceptó atentamente el desafí­o, una semana me parecí­a demasiado tiempo. Cuatro dí­as. Tres noches. ¡Yo estaba deseando QUEDARME DURMIENDO de mañana!

Por supuesto que nunca llegué a hacerlo. Organizamos tanta cosa para hacer en Bangkok, que lo más tarde que me levanté fue a las 7 el primer dí­a. Los dos siguientes me levanté en mi horario habitual de las 6 de la mañana. Qué se le va a hacer. Dormir no es tan fantástico como dicen.

Nos encantó Bangkok. Aunque a pesar de todo lo que me interesa el budismo, debo admitir que los templos de Bangkok no me emocionaron demasiado. Fuimos al Palacio Real, el pez gordo, con el Buda Esmeralda (que no es para nada de esmeralda, sino de jade) que disfrutamos, pero no sentí­ la necesidad de ver más. Me impresionaba la cantidad de trabajo que llevó hacerlo y lo que debe costar mantenerlo. Millones de piezas de todo tipo de material que se extienden hacia los templos rodeados de muros. Mucho oro. Espero que a Buda le guste el oro, porque me imagino lo mortificados que estarí­an esos constructores de templos si se enteraran que Buda es más de la plata que del oro.

Mis padres nos mandaron un artí­culo de The New York Times sobre los lugares artí­sticos y con onda para ir en Bangkok, así­ que fuimos a ver qué tal eran. El artí­culo menciona Au Bon Pain en la Plaza Siam como el centro de la creatividad. Justo cuando empezábamos a espiar la conversación de la que parecí­a la mesa artí­stica, (ya saben el look, laptops Mac, algunos chicos desaliñados aunque a la vez producidos gracias a una sutil coordinación de colores, lentes cancheros) nos dimos cuenta lo tarados que éramos. Las únicas palabras que conocemos en tailandés son Khawp khun Kha y Sa wat dii kha: gracias y buen dí­a. Además nos arreglamos para decirlas mal siempre. La gente se rí­e de mí­ cuando digo “Buen dí­a”. Como no tengo idea, podrí­a estar diciendo “Estoy constipada gracias a Buda”. Así­ que espiar las conversaciones no era una opción viable. Pero nos quedamos ahí­ sentados un rato, tomando café con hielo y haciendo como que sabí­amos de qué hablaban. ¡Y estuvo bárbaro! Las cosas que nos imaginábamos que decí­an probablemente eran mucho más interesantes. En nuestra mente, eran la fuerza creativa que sostiene Bangkok. La próxima generación de revolucionarios. A veces no saber el idioma puede ser muchí­simo más divertido que sentarse ahí­, como quien no quiere la cosa, tratando de cazar suficientes palabras de una conversación en otro idioma como para tener alguna idea de lo que hablan los locales. Y dado que aprender tailandés parece, bueno, como una de esas cosas que lleva una vida, mejor vamos a fingir e inventar cosas.

Wences estaba en misión de compra de un chiche tecnológico (qué raro) así­ que fuimos a una parte del shopping donde venden los chiches tecnológicos, y lo único que se ve son kilómetros de gente haciendo cola para comprar estos chiches tecnológicos. De repente – y esto jamás me ha sucedido – me vino claustrofobia. No habí­a ventanas, no habí­a salidas que pudiésemos identificar, era todo cuestión de suerte. De repente tuve una necesidad imperiosa de salir. Necesitaba la luz del dí­a como nunca la he precisado antes. No habí­a aire, ni espacio. Precisaba salir. Así­ que salimos del shopping. Después de casi sofocarnos, decidimos concentrarnos en comer. Como la comida tailandesa parece ser la preferida de Wences y mí­a, decidimos hacer de nuestra estadí­a en Bangkok una aventura culinaria.

Nunca he visto tanta comida en venta en la calle. En Singapur tienen puestitos donde hay un montón de puestos de comida amontonados de una forma aparentemente aleatoria. En general hay alguna clase de lugar para sentarse, aunque es posible que tengas que esperar para sentarte y compartir la mesa con quien venga y se siente ahí­ a comer su almuerzo. En Bangkok tienen vendedores ambulantes con carritos fácilmente transportables que se instalan a vender comida junto al cordón de las calles de mucho o no tanto tráfico. La comida es tan buena y tan barata que aparentemente los tailandeses comen afuera a diario. Una mañana temprano salimos del hotel en busca de regalos de Navidad y encontramos más de una docena de escolares desayunando entre tres carritos diferentes junto al ferry. Uno vendí­a bebidas y fruta y los demás serví­an huevos, arroz frito, sopa tom yam, y otra cosa frita que no entendimos lo que era. Mientras esperábamos lugar para sentarnos, una mujer nos encontró dos sillas y las arrimó junto al carro de las bebidas, que usamos de mesa. Unos deliciosos cafés frí­os con hielo y sopa tom yam. Los tailandeses, según la guí­a Lonely Planet, tampoco comen tres buenas comidas al dí­a. Picotean mucho durante el dí­a. Supongo que si tenés un montón de cosas para picar que son baratas y deliciosas y están disponibles en cada esquina, el picotear parecerí­a una buena idea.

Wences y yo nos enamoramos de la sopa tom yam e intentamos convertirnos en cocineros amateurs de la sopa. Una tarea imposible porque la cocina tailandesa tiene tanto de improvisación que la sopa nunca tení­a el mismo sabor. Cómo diablos iba a saber yo qué gusto debe tener supuestamente. Sólo sé cuando me gusta, que es siempre. Siempre tiene alguna clase de carne o pescado o galangal (una especie de jengibre fresco), chiles (en la comida tailandesa todo parece tener algo de picante) coriandro fresco, mini berenjenas tailandesas, hojas de lima kafir, limonaria y, no siempre, pero preferiblemente, una base de leche de coco. A veces también le meten albahaca y echalotes. El galangal y las hojas de lima kafir no se comen porque no se puede. Si pudiera, las comerí­a, créanme. Y según cuántos pedazos tenga, puede ser que al terminar la sopa, si sos Wences, tengas gran parte del bowl de sopa lleno al terminar de comer. A veces yo los metí­a subrepticiamente en una servilleta o los apilaba al costado del bowl. Pero eso nunca funcionaba porque volví­a a caer en la sopa y esta sopa es del tipo que uno quiere terminar. Todas esas hojas obstaculizan los intentos por inhalar las últimas gotas. Leí­mos en el Lonely Planet Food of Thailand que uno no debe terminar toda la comida del plato. No se considera buenos modales. Es como decir que tu anfitrión es agarrado y no está intentando saciar tu apetito, o peor aún, que lo intentó pero fracasó. Cuando me dicen que me ponga una camisa de manga larga para entrar a un templo, lo hago. Cuando me dicen que no me ponga sandalias, no me las pongo. Cuando me dicen que no use shorts, no los uso. Pero cuando me dicen que no me tome toda mi sopa tom yam, les digo que me dejen en paz y no se metan en lo que no es asunto de ellos. Supongo que no puedo internarme por completo en otra cultura. Sólo en la sopa.

Contratamos una guí­a del hotel para que nos llevara al mercado flotante, a unas dos horas afuera de Bangkok. Se llamaba Gina. Mejor dicho, su nombre “americano” era Gina. Su nombre tailandés era tan largo y complicado que ni siquiera lo intentamos. Obviamente no muchos farangs logran arreglárselas con el tailandés. Gina era una fuente inagotable de conocimiento. Nos llevó a una plantación de cocoteros en el camino, donde vimos cómo los empleados hací­an los diferentes productos de coco. Mi favorito era el azúcar de coco o azúcar de palma. Algo que nunca habí­a probado antes. Es un jarabe extraí­do de la flor del cocotero, con un gusto delicioso. La usarí­a en mi café todos los dí­as si pudiera. La verdad no entiendo por qué la gente no la usa en el mundo entero. Los miramos hacer crema de coco, leche de coco, cuerda de la corteza, bowls y carteras de la cáscara. Básicamente usan todas las partes del coco.

Hicimos un paseo en bote por los canales que rodean el mercado flotante, donde vive la gente que trabaja en las plantaciones de cocoteros. GUAU. Viven en unas chozas sobre palafitos pegado a los canales. La mayorí­a de las chozas están un poco venidas a menos y tienen un aspecto deprimente, pero algunas tení­an unos jardines bonitos y decoraciones singulares hechas de lo que sea que encontraban que resultase atractivo. Como hace tanto calor, sus casas son muy abiertas, a veces sin puertas o apenas unos agujeros en la pared que hacen las veces de ventanas. Mientras pasábamos a toda velocidad en nuestros botes extremadamente ruidosos y largos, podí­amos ver el interior de los dormitorios, baños y cocinas de esta gente. Al principio yo estaba fascinada. Después noté que hacer contacto visual con esta gente parecí­a imposible. Siempre tengo el deseo de saludar y ver cómo un total extraño en otra tierra me sonrí­e y devuelve el saludo. Acá no. La verdad, por qué habrí­an de hacerlo. Han aprendido a ignorarnos. Imagí­nense la furia de docenas de cortadoras de césped pasando a mil por tu jardí­n, cortadora tras cortadora durante dos horas cada mañana de tu vida. Al principio probablemente balearí­as las cortadoras de césped. Pero siguen viniendo. Después pensarí­as en irte. ¿Pero a dónde te vas a ir? Tu familia está acá, tu trabajo está acá, no podés conseguir otro empleo, no hay otro lugar donde ir. Después encontrás una forma de aceptarlo, pero esto implica construir una pared invisible y de cierta forma silenciar el rugido ensordecedor. Me alegró que hiciera décadas que los turistas pasan por estos canales, así­ me salvé de la parte de la balacera, pero esta gente me dio lástima, con su ropa sucia en exhibición frente a todo el mundo.

El mercado en sí­ mismo fue un poco decepcionante. Es puramente para turistas. Pensamos que í­bamos a lograr ver más comida, pero era mayormente fruta y cosas turí­sticas. Pero sí­ pudimos probar dos frutas nuevas, el mangostán, que Gina nos dijo los tailandeses llaman la fruta reina, y el durio. El durio parece generar gran alboroto, y honestamente, no veo por qué. Aparentemente tiene un olor tan fuerte y feo que los hoteles en todo Singapur y Tailandia tienen carteles y leyes que prohí­ben que la gente los ingrese al hotel. Supongo que los que comimos nosotros no olí­an tanto. El gusto era raro. Si uno puede imaginarse una fruta con gusto a flan. Era un poco fuerte, parecí­a el tipo de fruta que frí­a tiene que ser deliciosa, pero traerla al hotel y meterla en el minibar no era una opción posible. Gina nos dijo que los indonesios vienen a Tailandia a elegir los árboles de donde quieren su durio, y pagan mucho dinero por recibirlos cuando maduran. Qué locura. ¿Y cómo saben si el granjero no les mandó la fruta equivocada? Veo que tampoco voy a ser una aficionada del durio.

Yo soy terrible para en el regateo. Sé que es una habilidad que tengo que desarrollar, pero me resulta muy difí­cil. Vi un bolso de paja que me gustó mientras estaba caminando, pero no tení­a dinero. Le pregunté a la mujer cuánto costaba, y me fui a preguntarle a Wences si podí­a comprarlo. Cuando Gina vio lo que la mujer habí­a pedido, me dijo que le dijera a la mujer que le pagaba la mitad, y que si decí­a que no, que me olvidara del bolso. Gina es cosa seria. Así­ que hice justamente eso. Bueno, casi. Creo que le pagué 50 centavos más que la mitad. Por supuesto no lo conté a Gina ese pequeño detalle. Me encanta mi nuevo bolso, valió la pena los 50 centavos extra. Se ha convertido en nuestro bolso de playa.

Decidimos pedirle a Gina que nos llevara a Ayuthaya, una provincia a 86 kilómetros de Bangkok conocida por las ruinas de lo que fue la capital de Tailandia entre 1350 y 1767. En ese entonces Tailandia era parte de Siam, que se extendí­a hasta lo que hoy en dí­a es Laos, Camboya y Myanmar. Como era un viaje de dos horas de tren, y nos í­bamos de Bangkok ese mismo dí­a, nos levantamos a las 6 de la mañana para tomar el primer tren.

Mientras esperábamos el tren un niño vino y se sentó al lado nuestro. Enseguida te dabas cuenta que este nene no tení­a hogar. Empecé a pensar en qué forma podí­a ayudarlo, preguntándome qué formas deberí­a consultar con Gina y Wences. Gina averiguó que era un huérfano de la zona más al norte de Tailandia. Se habí­a aburrido de la escuela y no le gustaba vivir en el orfanato, así­ que decidió venir a Bangkok. Acababa de llegar en tren la noche anterior y habí­a pasado toda la noche en la calle. Por la forma en que Gina le hablaba, se veí­a que la compasión no es un rasgo tailandés. Por lo menos no era un rasgo suyo. Ella pareció percibir mi sorpresa, y me dijo “Probablemente algún turista se compadeció de él y le dio el dinero para el boleto del tren. No deberí­an haberlo hecho. Deberí­a estar yendo a la escuela en el norte. Tienen hogares para niños como él, pero a ellos no les gusta. Quieren ser libres. Pero la libertad no les da una educación ni trabajo. La libertad no le va a llenar la barriga. Cuanto antes lo aprenda, mejor para él”. De repente la gente como yo éramos responsables por los huérfanos que estaban donde no debí­an. Quizás tení­a razón. No estoy en posición de juzgar. Pero era apenas un niño. Quizás tuviese 10 años. Y prefirió dormir en la calle a quedarse en el orfanato. Y después de dormir en la calle, igual no querí­a volver al orfanato. Ni siquiera sé lo que eso significa, pero me entristeció un poco saber que hay tantos chicos como éste deambulando por las calles.

En Ayuthaya vimos el palacio de verano del Rey y los tres templos. El palacio de verano del Rey era lindo, pero extraño. Los únicos edificios en estilo tailandés eran para los sirvientes. Todos los edificios principales eran de estilo europeo o chino. Uno parecí­a un chalet suizo, otro parecí­a francés, y el chino tení­a tanto oro que bueno, me preguntaba si en esa época usaban anteojos de sol. Nos gustaron más los templos de Ayuthaya. Eran hermosos. Se caí­an a pedazos, las piedras fuera de lugar, pero eran monumentales. Nos enteramos que dos de ellos originalmente tení­an muchí­simos budas de oro por todos lados. Realmente por todos lados. Por donde miraras habí­a plataformas de Budas vací­as. Los burmeses los decapitaron todos y se llevaron el oro. Guau. Y eso que también son budistas. Supongo que en la guerra, como en el amor, todo vale. En Europa y Estados Unidos fue la misma cosa. Sin embargo, la ausencia del oro hací­a que estos lugares me resultaran más sagrados. Lo más hermoso que vimos ese dí­a fue la cabeza enorme tallada en piedra y decapitada del Buda que ahora se ha convertido en parte de una higuera india. De verdad parecí­a que el Buda era el génesis de todas las ramas del árbol. Colgaban a su alrededor, sosteniéndole la cabeza gentilmente.

A la vuelta nos sentamos frente a un tailandés mayor que tení­a la cara más seria e impasible que habí­a visto en mi vida. Interesado y apático al mismo tiempo, nos miraba un segundo y después desviaba la mirada. En un momento dado el tren paró y habí­a mucha gente reunida junto a la ví­a. Le preguntó algo a uno de ellos y la mujer señaló algo más adelante. El hombre se levantó y miró a ver lo que señalaba la mujer. Un minuto después pasamos parte de una motocicleta, retorcida y estrellada. Unos cien metros después, otra parte de la moto. Unos segundos después vimos a una niña, cabeza abajo entre unos yuyos crecidos, inmóvil, con un grupo de gente a su alrededor mientras alguien comenzaba a cortarle la chaqueta. A unos 12 metros de distancia. Yo deseaba que el tren fuese más rápido. No querí­a ver más. Le agarré la mano a Wences, súbitamente agradecida por todo y asustada por todo al mismo tiempo. El tailandés me miró y se encogió de hombres, como diciendo, qué esperás. Ver una chica muerta al lado del camino no era parte de mi paquete turí­stico. La vida en Tailandia te encuentra, lo quieras o no. De repente entendí­ algo sobre este hombre de rostro impasible sentado frente a mí­, que sacaba pajas secas de su pelo. No esperes nada y aprende a aceptar lo que te suceda. La vida es lo que es. En Tailandia no son muchos los que pretenden que es algo diferente.

Mientras estábamos en Bangkok Wences y yo caminamos durante un tiempo que pareció eterno, hasta una escuela de masajes tailandeses. Para cuando llegamos, sentí­a que me merecí­a cinco masajes. Me dieron una bata y me dijeron que me cambiara atrás de una cortina. Seguí­ a una chica a un cuarto oscuro con unas diez camas colocadas en hilera Otras cinco mujeres estaban recibiendo masajes. El masaje tailandés es muy diferente del sueco, o de tejido profundo, o del balinés, o de cualquier otro masaje que haya recibido. Al trabajarte el cuerpo usan todo su cuerpo, codos, pies, rodillas, no sólo las manos. También te estiran un poco al mismo tiempo. Esto no era ningún spa con CD de música de flauta acompañado por el gorgoteo del agua que cae y pájaros que gorjean, con una mesa especial para masajes, el cuarto a temperatura ideal, agradables fragancias que se deslizan discretamente por la habitación mientras esperas luciendo una bata sofisticada. Todas las masajistas tailandesas estaban vestidas con pantalones y camisetas negras, charloteaban sin parar, bromeando entre sí­, a las risas. Como no tení­amos idea, podí­an estar haciendo bromas sobre lo tensas que estábamos, o algo peor. No habí­a aire acondicionado, estábamos todas transpirando, el olor era el olor de la señora que tuvieras al lado, pero fue el mejor masaje de mi vida. Me masajeó a fondo, pero en una forma buena. Sabí­a dónde habí­a sufrido lesiones, dónde estaba tensa. Me dio un discurso por no hacer estiramiento y ejercicio. Estuvo perfecta.

El dí­a después de volver de Bangkok nos fuimos de la marina. Era tan lindo estar navegando de vuelta. Ehh, bueno, a motor, aunque sea. Tailandia es tan hermosa. Tantas islas. Siento como que podrí­amos quedarnos ahí­ durante años y no llegar a ver todo.

Desde el nacimiento de Theo he estado muy alejada de la navegación propiamente dicha del Simpática. Simplemente trato de mantener a los varones cuerdos y ocupados, y de que sobre algo de cordura para mí­. Ha sido lindo viajar por Tailandia porque hemos estado haciendo paseos navegando a vela por el dí­a, de una isla a la otra, lo que facilita mucho las cosas para todos. Dio no tiene problema si el tiempo le permite un baño en su piscina en la cubierta del frente, pero cuando llueve es un poco difí­cil mantenerlos ocupados durante horas en el barco. En los pasajes más largos le asignaba algo de tiempo con Dio a Liz, David y Wences, así­ podí­a alimentar al bebe y no preocuparme si Dio se está metiendo en cosas que no debe, como colorear la parte de afuera del barco con un marcador indeleble, o desparramar talco por todo el cuarto de los nenes, o ir al baño en el trampolí­n, que antes era una actividad favorita suya, o tomar un baño en la pileta de la cocina, y la lista continúa… Por lo menos es creativo en materia de los desastres que arma. Bueno, eso es lo que vivo diciéndome a mi misma.

LAS ISLAS SIMILAN
Yo no habí­a leí­do nada sobre las islas Similan antes de ir, así­ que cuando finalmente pude mirar dónde estábamos, quedé muy impresionada. Habí­a una playa hermosa bordeada de palmeras y matorrales densos. No habí­a gente. Parecí­a la definición de isla paradisí­aca. Cuando llegamos a la playa con Dio vimos que habí­a un hombre de mediana edad, armando una hamaca en los árboles a la sombra. Hicimos castillos de arena en la sombra al lado suyo. El sol acá puede chuparte toda la energí­a en muy poco tiempo. De repente aparecieron dos chicos de entre los matorrales. Deben haber tenido entre seis y ocho años. Al principio no le prestaron mucha atención a Dio. Esto parecí­a confundir a Dio. Desde que llegamos a Indonesia, se acostumbró a que lo reciban como estrella de cine. Así­ que fue hasta donde estaban los niños, con sus short de tiburoncitos, su pomada contra las erupciones, y su gorro de windsurf Billabong (son como gorros de béisbol pero con una cinta que pasa por abajo del mentón, para que no se le salga en el barco ni en el agua). Dio se les paró enfrente, con los brazos a sus lados, como diciendo, HA LLEGADO EL DIO. Se llama a sí­ mismo El Dio, como si fuese una especie de movimiento o algo así­. A veces de mañana cuando se levanta antes de que yo pueda agarrarlo, baja la escalera a nuestro casco y dice “¡Viene El Dio!” Como si fuera un milagro increí­ble que sucediese algo tan fantástico como que sus pies desciendan por nuestra escalera. Qué personaje, El Dio. Bueno, ¿quién va a aguantar la risa ante una exhibición de alegrí­a tan obvia? En cuestión de momentos Dio y sus nuevos amigos tailandeses corrí­an por el agua, hací­an castillos de arena que Dio de inmediato destruí­a y después salí­a corriendo y chillando, fascinado con su propia picardí­a. Los nenes lo corrí­an, lo dejaban escaparse, jugaban en el agua con él, escupí­an la arena que él les tiraba. Mientras observaba a mi loquito a los saltos y gritos por las olas, me preguntaba si alguna vez será tranquilo y dulce como esos niños mayores. Seguí­ soñando, dijo Wences.

El esnorquel estuvo bastante bueno y aunque el fondeadero estaba un poco agitado, en el Simpática lo pasamos bien. No pudimos dejar de percibir que todos los demás barcos que estaban en el fondeadero se fueron en cuanto llegamos. Monocascos. Nuestra vida serí­a tan diferente con un sólo casco. Gracias a dios que yo a veces puedo ser una mujer difí­cil y que no estamos navegando en el primer barco que Wences me mostró. Todaví­a no estoy segura de que hubiésemos llegado hasta acá. Los barcos monocascos están siempre en busca de un fondeadero quieto, sin ondulaciones y movimientos Pero Simpática es mucho más estable, lo que nos da muchas más opciones.

Cuando Dio se levantó de la siesta intentamos ir a caminar. Después de unos minutos de un lindo camino que subí­a y bajaba por unas colinas, la caminata rápidamente se transformó en grandes extensiones de escalada difí­cil por un camino tan escarpado, que hubo que hacer una cuerda para ayudar aquellos de nosotros que no fuésemos cabras montañeses. Después nos atacaron los mosquitos. Me encontré dándole palmadas en la cabeza al pobre bebé para ahuyentar a los mosquitos, que le aterrizaban encima, de a cuatro. Me daba escalofrí­os pensar en lo que estarí­a pasando con sus piernitas regordetas. Para consternación de Wences, cancelé la caminata familiar y en su lugar opté por pasar un rato en la playa. Fuimos caminando hasta el otro lado de la isla, impresionados con lo bien organizado que está el turismo acá. Habí­a docenas de carpas en hilera no lejos de la playa, un pequeño restaurante al abrigo de los árboles. Vimos por lo menos una docena de empleados que merodeaban, arreglando cosas, cocinando, limpiando, etc. Habí­a unos 10 turistas en la playa, Europeos que parecí­an estar absorbiendo los últimos rayos de sol. Por qué es que en los tiempos en que vivimos hay gente que sigue quemándose dolorosamente por todo el cuerpo, nunca entenderé. Pero toda esa gente parece venir a Tailandia.

Al dí­a siguiente Wences y yo nos fuimos a hacer esnorquel de mañana. Era fantástico estar nuevamente en aguas transparentes, con pequeños arrecifes de coral por todos lados. Nada espectacular, pero suficiente para mantenerte interesado y debajo del agua durante un rato. Wences y yo decidimos terminar la caminata que habí­amos empezado el dí­a anterior, pero esta vez con un repelente de insectos poderoso. Saqué el más fuerte que tengo, que todaví­a no habí­a usado. Llegamos a la cima del sendero después de una media hora de terreno bastante escarpado. Habí­a una linda roca a la que te podí­as trepar al llegar a la cima, con vista a toda la isla. Era bonito. Me estaba sintiendo muy satisfecha de mí­ misma por llegar a la cima a una velocidad bastante buena. Estaba un poco sin aliento, pero contenta. Al regreso, me presioné a mí­ misma para mantenerme cerca de Wences. No querí­a que tuviera que esperarme. Después de un rato, me percaté que no estábamos más caminando por el sendero. Más bien, parecí­a que estábamos caminando en plena jungla. Ese caminito tan lindo con la cuerda para ayudar a la gente normal como yo brillaba por su ausencia. “¿Nos salimos del sendero?” pregunté, pensando que debí­a haber sido un accidente inesperado que habí­a sucedido hací­a cuestión de momentos. “Decidí­ hacer el regreso un poco más interesante” dijo Wences, sonriendo por encima de su hombro, esa sonrisa tan encantadora, súper encantadora porque por detrás hay temor. Temor de haber ido demasiado lejos, haber hablado de más, haber hecho algo malo. Por supuesto que lo ha hecho. Paré y miré hacia atrás, esperando ver algo que se pareciera al orden que sugiriera un sendero, pero nada, sólo rama tras rama de espinas, densos arbustos, rocas enormes y telarañas. Sí­. Telarañas. No hablo de la agradable araña Charlotte del cuento de niños, sino de una araña gigantesca, amarilla, verde, naranja y roja con una patas largas y peludas que parecen cuchillos de acero, esperando en sus telarañas, que abarcan dos metros y medio desde el aire al piso. Miré la nuca de Wences, mientras él felizmente embestí­a a través un matorral de zarzamora. Caí­ presa del pánico. Estaba de sandalias, una camiseta sin mangas, shorts y sin sombrero. Dios mí­o, es como que estuviera desnuda, pensé. Tanta piel para rasguñar y picar por lo que sólo podí­an ser arañas mortalmente venenosas y mosquitos transmisores de dengue. Estábamos fritos. Perdidos en la selva, comidos por las arañas y los mosquitos. Dios mí­o. No estaba segura de qué era peor, la muerte por una zambullida a las espinas o un coma inducido por una araña. Las arañas empezaron a tornarse atractivas. Estaba tan enloquecida que lo único que pude decir, con voz seria, fue “¡ESTO NO ES DIVERTIDO!” Escuché la risa de Wences que iba más adelante. Mi Dios. Por más furiosa que estuviese por no haber sido consultada antes de que nuestra agradable caminata se convirtiese en la alocada travesí­a de GI Joe y Jane a machetazo limpio por la selva, lo único que podrí­a ser peor serí­a si me perdiese. No tengo, ni nunca he tenido, sentido de orientación. Nunca lo tendré. Además, siempre me estoy perdiendo. Es un chiste constante en mi familia. Me dicen que piense en qué dirección CREO que deberí­a ir, y que tome la dirección opuesta. Empecé a correr a través de los arbustos para alcanzar a Wences. De repente quedé atrapada en un manto de espinas, mientras me picaban unas hormigas coloradas. Me miré los pies. Estaban sangrando. Y cubiertos por esas asquerosas hormigas que me picaban. Wences me ayudó a desespinarme. Creo que en algún momento dado pegué un aullido. No hay palabras para expresar mi frustración. La selva estaba convirtiéndome en un animal.

Una hora más tarde, sangrando, con las colas cubiertas de barro de las diversas caí­das y deslizamientos por los precipicios, logramos llegar de vuelta a la civilización, gateando a través de un agua muy desagradable. Wences se reí­a y reí­a, resoplaba, después se reí­a. Unos meses más tarde, lo llamamos nuestra “Experiencia de Casi Divorcio”, ahora que logramos llegar al otro lado de esa jungla, es un momento cómico. Yo prometí­ que en el futuro no iba a entrar en pánico, él prometió consultarme antes de embarcarnos en expediciones de espionaje por la selva. Por lo menos así­ podrí­a estar preparada, u optar por no participar en la operación encubierta antes de que fuera demasiado tarde.

RUMBO A MYANMAR

Llegamos la primera de las islas Surin al atardecer. Después de un dí­a de navegar estábamos todos listos para una noche de descanso. A la mañana siguiente Liz y David llevaron a Dio a la playa mientras yo limpiaba el cuarto de los nenes y nuestro baño. Después que Dio almorzó y se fue a dormir su siesta, Wences y yo salimos en busca de un buen punto para hacer esnorquel. Era un dí­a gris, y estaba lloviznando. Buscamos un buen lugar durante una hora o algo así­ hasta que nos dimos cuenta que el mejor punto no quedaba lejos de nuestro amarradero. Aunque era un dí­a gris, vi algunos de los corales más hermosos que he visto en mi vida. No podí­a dejar de preguntarme cuánto más increí­ble hubiera sido si hubiésemos tenido un poquito de sol. Perseguí­ todo tipo de peces, intentando sacar buenas fotos con nuestro nuevo estuche para la cámara para sacar fotos abajo del agua. Es tan divertido sacar fotos abajo del agua. Podrí­a pasar un dí­a entero persiguiendo los peces. Por lo menos hasta que me viene mucho frí­o. De todas formas, vi una langosta que se escondí­a en una cuevita de coral, y se lo mostré a Wences. Un gran error. Estábamos en un Parque Natural. No se puede meter a Wences en un parque natural, donde no se permite matar peces, y después mostrarle una langosta. Deberí­a haberme guardado el avistamiento. Se pasó media hora tratando de hacer salir a la langosta. Quién sabe cuánto coral mató. Se destrozó las manos. Igual no consiguió llegar a la langosta. Creo que todaví­a tiene pesadillas con esa langosta, la enorme langosta que no logró capturar. Mi cazador-recolector.

Hoy nos fuimos de mañana temprano. El viento soplaba en ráfagas de más de 20 nudos. El mar estaba picado y nos dirigí­amos de frente hacia el viento. De inmediato me puse el relojito eléctrico que enví­a pulsos eléctricos a la muñeca y mágicamente evita que me maree. Tras alrededor de una hora de sufrimiento, Wences decidió cambiar de planes. Irí­amos más al sur primero, para poder hacer una bordada y no dirigirnos directo hacia el viento. Cuánta diferencia hacen unos pocos grados. De mañana era un dí­a muy gris y cubierto, con olas cortas y picadas y de tarde salió el sol y las olas se calmaron.

Llegamos a Koh Phayam a las 3 y media de la tarde y enseguida nos metimos en el gomón para ir a la playa. Totalmente por accidente habí­amos llegado a uno de los fondeaderos más lindos que hemos encontrado en todo el viaje. Una bahí­a hermosa con una playa de unos 3 kilómetros, una especie de pequeño hotel con unos pocos bungalows, algunos restaurantes y bares al aire libre y unas familias de hippies franceses con sus niños en la playa. Wences fue a buscar unos tragos y volvió con unos baldecitos llenos de café frí­o y una mezcolanza alcohólica local. Más bien tirando a fuerte y extraña. Pasamos unas horas en la playa. Liz y David dibujaron un enorme helicóptero en la arena para Dio y yo lo llevé a Dio a las diminutas olitas y empecé a enseñarle cómo zambullirse a través de la ola. En un momento dado pensé que quizás estuviese empujándolo a hacer algo que no querí­a hacer, pero cuando le vi la cara al salir al otro lado de una ola, me di cuenta de lo que se estaba divirtiendo. Si viviésemos unos pocos años más en este barco, no hay duda de que se convertirí­a en playero total. Le encanta el agua. Estoy deseando poder llevarlo a hacer esnorquel.

Nos dio pena irnos de Koh Phayam. Tení­amos que salir de Tailandia ese dí­a para renovar las visas.

MYANMAR / BURMA

Parece que mucha gente que vive en Tailandia tiene que hacer la cuestión de la visa en forma habitual. Los Burmeses lo han convertido en algo fácil y divertido. El Andaman Club es un lugar que organiza el viaje de la visa desde Ranong. Te presentás en su propiedad junto al mar, desde donde se ve Myanmar al otro lado del agua, llenás unos papeles, te subí­s a un ferry con otras treinta personas que te lleva al otro lado del rí­o, y después te subí­s a un colectivo y llegás a lo que parece ser el cielo, con vista a Tailandia. Es una pení­nsula elevada, verde, abierta, hermosa. Un gran club, completo con casino, golf, buffet burmés de tenedor libre, y muchas tiendas Duty Free. Comimos un almuerzo delicioso, los nenes se portaron muy bien. Dio incluso se hizo amigo de un niño al que se le viví­an cayendo los shorts cuando corrí­a, dejándole la cola al aire. Dio empezó a coquetear con las mujeres que trabajaban en el club, y en un abrir y cerrar de ojos, Theodore ya no estaba más en mis brazos, y lo estaban pasando de una mujer a la otra. Yo miraba ansiosa mientras Theo se alejaba cada vez más de mis brazos. Decir que no parecí­a una opción inviable al momento de renovar la visa, y ellas lo sabí­an.

Después que volvimos a Ranong, compré algo de frutas y verduras. Es tan divertido ir a las ferias al aire libre. Me quedé en el taxi mientras Theodore finalmente dormí­a una siesta y Liz y David compraban toda clase de verduras y frutas deliciosas, incluyendo un gran jack-fruit, que a partir de Singapur se ha convertido en una de nuestras frutas preferidas. Podrí­a comer jack-fruit todos los dí­as sin problema alguno. Es una fruta de aspecto increí­ble. Afuera es enorme, verde, de textura desigual, redondeada, bueno, para ser fruta es medio desagradable. Pero cuando uno lo corta y lo abre, se encuentra con cientos de células amarillas con un sabor tan delicioso y singular. No son crocantes, sino pastosos, a no ser que estén pasados de maduros. En el centro tienen un hermoso carozo que parece un buen pedazo de madera. Con todo lo que nos gusta la fruta, ésa no la podí­amos comer a tiempo. En cuestión de dí­as gran parte estaba pasada. Yo trataba de rescatarlo por medio de unas extrañas mezcolanzas licuadas, pero sólo le gustaban a Dio. Eso no es buena señal. Dio es una especie de ducto humano para la basura. Como lo que sea que le den. Si él no come algo, bueno, ahí­ sabés que es TERRIBLE.

Al dí­a siguiente volvimos a Koh Phayam. Qué lugar tan especial. Podrí­a quedarme ahí­ meses. Una noche fuimos al Rasta Baby Reggae Bar con Liz, David y los varones. Al principio nos preocupaba que no tuviesen suficiente comida para nosotros. Resultó ser que no tení­an comida cuando llegamos, pero desaparecieron en sus motocicletas y volvieron con montones de comida. El Rasta Baby Reggae Bar es el bar con más onda al que he ido. Creo. Decididamente entre los 10 mejores. Es todo al aire libre. Con unas pocas áreas cubiertas, pero sin paredes. Tienen toda clase de rinconcitos acogedores con unos almohadones súper cómodos. La música era una mezcla fantástica de reggae, en su mayor parte estilo roots, que me encanta. Los dueños eran un par de tailandeses que parecen ser rastas. Nunca han estado en Jamaica, pero saben más sobre el paí­s que la mayorí­a de los jamaiquinos. Tienen el pelo en dreadlocks, tienen ese aire bohemio y hippie, y son extremadamente cálidos y amistosos. También parecen hacer las cosas en horario jamaiquino. LENTAMENTE. No vayan al Rasta Baby Reggae Bar si están muriéndose de hambre porque es posible que se mueran antes de que llegue la comida. Pero van a morir escuchando una música fantástica. Dio daba vueltas y vueltas en su bicicleta alrededor del bar, coqueteando a la única clienta mujer. Después de unos cuantos baldes de Jack Daniels y Coca Cola (acá les gusta servir los tragos en unos baldecitos, supongo que para estimular el beber en grupo) y lo que parecieron ser dí­as, en nuestra mesa aparecieron unos calamares a la parrilla con arroz y verduras. Estaba tan bueno que nos comimos hasta la última miga.

Al dí­a siguiente conocimos a Yuri en el hotel sobre la playa de los cocoteros. Otro lugar buení­simo. Es israelí­, aunque ahora hace más de 10 años que vive en la isla. Un tipo agradable. Disfrutamos una cena deliciosa ahí­ también. Este lugar parece ser el centro social de la isla. Yuri nos contó cómo habí­a sido durante el tsunami. No afectó tanto como en otras partes de Tailandia, pero igual, la mayorí­a de la gente se fue. El se quedó a hacer arreglos y reconstruir.

Al dí­a siguiente Wences y yo alquilamos dos motonetas para explorar la isla. David y Liz habí­an salido de dí­a libre y nos lo sugirieron. Después de la experiencia de casi divorcio en la jungla, decidí­ que en lugar de ir en el asiento trasero de la moto de Wences, iba a alquilar una para mí­. Así­ podí­a ir a mi ritmo y no pasar la mitad del dí­a aterrorizada pensando que podrí­a morirme en cualquier momento por salir volando por un acantilado a máxima velocidad. Mientras nos alejábamos despacito del hotel de la playa de los cocoteros, yo seguí­a esperando el empalme con la carretera principal. Después de parar varias veces para pedir instrucciones, nos dimos cuenta que estábamos en la carretera principal. Bueno, llamarla carretera serí­a demasiado generoso. Era más bien como ese espacio que queda entre la calle y el cordón. No sé como se llama, pero no es para nada amplio. Y yo, con mis manos temblorosas, mi patética destreza para andar en moto, bueno, súbitamente comencé a preguntarme si no estarí­a mejor en la moto de Wences. No, no me voy a entregar, me dije. ¡Qué me ha sucedido! Cuando era joven era un marimacho imparable que siempre estaba intentando ganarle a los varones en lo que fuera que estuviesen haciendo, y de hecho, muchas veces tení­a éxito. Por lo menos hasta los catorce más o menos. ¿Serí­a que gradualmente iba a tornarme más y más temerosa de la vida hasta dejar de vivir? ¿Dejar de arriesgarme, dejar de intentar subir y bajar por caminos de tierra en motoneta? ¡No! Iba a hacerle frente a mis temores y llegar a donde diablos quisiera en esta isla con esta moto.

Después de un hermoso recorrido de diez minutos subiendo y bajando colinas cubiertas de árboles y arbustos llegamos al “pueblo”. El pueblo consiste de una cuadra pavimentada, algunos restaurantes, una tienda de ramos generales, y no mucho más. En todo Koh Payam no habí­a autos. De todas formas no conseguirí­an andar por ninguna de las carreteras. Desayunamos en uno de los restaurantes, Tom yam, por supuesto. Después salimos a hacer más exploración. Justo cuando tení­a la sensación de que estaba dominando la moto, la calidad del camino empeoró sensiblemente. Era una arena roja y seca que se desmoronaba. Mientras subí­a por una colina grande y ondulante me fue bien, pero a la vuelta, no estoy segura qué pasó, pero después de un breve instante en el aire (lo llamo mi vuelta carnero improvisada) me encontré sepultada bajo la moto. Por un instante me asusté, no sentí­a nada. Eso es lo que siempre dicen en los libros cuando pasa algo realmente malo, un hueso roto, una experiencia cercana a la muerte. Pensé que debí­a quedarme ahí­ un rato sin moverme hasta poder sentir algo. Sentí­a un ardor en el pie y el hombro. Por lo menos no estaba muerta. Después de un rato Wences se dio cuenta que ya no lo seguí­an, así­ que volvió a buscarme y me encontró. Estaba sangrando en varios lugares, nada serio, pero decididamente me dolí­a. Así­ que me di cuenta que yo era más peligrosa al volante que Wences. Wences me llevó a un hermoso restaurante y posada junto al mar, donde alquilamos una cabañita con vista al océano. Me di una larga ducha, lavé todas las heridas y el polvo, y me dormí­ una gloriosa siesta en la mitad del dí­a. Qué escandaloso.

DE VUELTA EN PHUKET

Dio ha desarrollado una nueva forma de hacer reí­r a mamá. Para ser alguien que nunca jamás ha visto a Yoda, hace una imitación perfecta de la voz de Yoda, el personaje de La Guerra de las Galaxias. Una noche, mientras estaba acostada dándole de mamar a Theodore, con las luces apagadas tratando de mantenerme completamente callada para que Dio se olvidara de que estaba ahí­ y se quedara dormido, Dio empezó a hablar. Es tan tierno cuando empieza a hablar consigo mismo de noche. Parece como si estuviera haciendo los grandes éxitos de Dio de ese dí­a. “¡Dio en el agua! ¡Sí­í­! ¡Tiburón en el agua! ¡No! ¡Pez gaaande en el agua! ¡Sí­í­!” De repente, de la nada, empieza a hablar como Yoda. “¿Grejitos (cangrejos) en la playa? ¡Sí­í­! ¿Dio en la playa? ¿Dio en el agua?” Yo me aguanté la respiración esperando que dejara de hacer esa voz para que yo no explotara de risa. Pero no lo hizo. Después de unos segundos más de Yoda en la playa, perdí­ el control, y me empecé a reí­r, ahí­ se empezó a reí­r el bebe, después Dio. Al darse cuenta de que Yoda era un éxito enorme, siguió dándole. Todos nos reí­mos tanto, salí­ rodando del cuarto para calmarme un poco. Los escuché que seguí­an unos minutos más, antes de quedarse dormidos. Creo que ahora les encanta estar en el cuarto juntos.

Fuimos a inspeccionar el lugar donde se iba a quedar mi padre, creyendo que podrí­amos encontrarle un lugar más agradable, más cerca. Pero el Laguna Beach Resort resultó ser perfecto. Estábamos parados en el lobby, esperando para hacerle unas preguntas al conserje, cuando de repente, apareció un elefante zarandeándose por el lobby. No quiero decir un hombre vestido de elefante, sino UN ELEFANTE EN EL LOBBY. Los niños se le acercaban a darle bananas, y hombres de traje hací­an fila para tocarla. La Elefanta Anna causó toda una conmoción. Me enteré por el conserje que Anna hace dos presentaciones diarias en el hotel, una vez de mañana y otra vez de tarde. Dios mí­o, ¿podemos mudarnos para acá? El conserje me miraba como si estuviera drogada. Supongo que si ves un elefante todos los dí­as la novedad pasa. Pero para nosotros, los elefantes son tan especiales. Observé mientras la colita de elefante de Anna salí­a balanceándose del lobby, pasando por el área de la piscina, mientras docenas de niños salí­an corriendo de la piscina, hacia Anna. Sólo le prestaba atención a los niños que traí­an bananas, así­ que todos se fueron corriendo al buffet y empezaron a robar bananas de la mesa. Su entrenador (creo que los llaman Mahout o algo así­, lo siento pero estoy en el medio del mar sin Internet y todas las guí­as Lonely Planet fueron enviadas a Chile por mi marido, tan consciente del peso del barco) sacó algunas bananas de una bolsa y empezó a dárselas a los niños más chicos que hací­an cola para tocar a la elefanta.

Fuimos caminando a la playa del hotel de mi padre y encontramos otro bar de reggae con otro tailandés con peinado rasta. Resulta que es amigo de los chicos del Rasta Baby Bar de Koh Payam. Supongo que los rastas tailandeses andan juntos. Su bar parecí­a estar en bastante buena forma, así­ que le preguntamos si habí­a sido afectado por el tsunami. Sacó un artí­culo laminado que habí­an escrito sobre él, su familia y el bar después del tsunami. Cómo su novia estaba embarazada y habí­an perdido todo. Todo se fue mar adentro, dijo. Eso fue todo lo que pudo decir, me pasó el artí­culo para explicarme aquello sobre lo que no podí­a hablar más, no querí­a recordar, aunque aquí­ todo el mundo sigue mirando al mar, dicen, y recordando ese dí­a, cómo el agua desapareció y después vino una pared de agua y se llevó todo.
Esa tarde anclamos frente a lo que parecí­a un hotel rústico pero agradable llamado el Nui Bay resort. Habí­amos dejado a Liz y David en el hotel de mi padre más temprano para que pudieran tomar su dí­a libre. Wences, los varones y yo pasamos una tarde de relax, descansando en el barco, disfrutando del paisaje de la pequeña cala frente nuestro. Cuando estábamos cenando, Liz y David llamaron, estaban teniendo dificultad en encontrarnos. Wences le explicó al taxista dónde estábamos, pero diez minutos más tarde el teléfono volvió a sonar. Aparentemente el camino simplemente terminaba. Estaba oscuro y parecí­a demasiado oscuro y lejos para que Liz y David vinieran a pie desde donde estaban hasta el hotel. Wences fue a tierra a ver si podí­a conseguir ayuda de alguien en el hotel. Tras pasar más de una hora desde que se habí­a ido, empecé a preocuparme. Momentos más tarde escuché un gomón que volví­a al barco. Qué bueno, pensé. Esperó a Liz y a David y ahora están todos de vuelta. Pero Wences volvió al barco solo. Con una expresión en la cara que no le reconocí­. “Bella, creo que deberí­amos mover el barco”. Le pregunté qué habí­a pasado. De repente me di cuenta que estaba aterrorizado. “Habí­a un tipo con una escopeta”. Eso fue todo lo que precisaba oí­r. Empecé a levantar el ancla, mientras Wences seguí­a mirando por encima de su hombro hacia el hotel, con miedo en su mirada. Unos momentos más tarde vimos una linterna en el agua afuera del hotel. Wences encendió los dos motores y en momentos estábamos fuera de esa cala, inmediatamente en una zona más poblada y fuera de vista del hotel. Wences mantuvo los motores a toda potencia hasta que llegamos a la playa Kata. Cuando llegamos me contó que habí­a estado intentando convencer a uno de los empleados de llevar su camioneta 4×4 a buscar a Liz y David, cuando apareció un tipo con un cachorro de oso. Bueno, eso era extraño, pero pasaba. Unos minutos más tarde apareció un guardia con una escopeta con balas colgadas por todo el torso. Le dijo a Wences que era hora de irse y lo empujó con el caño de la escopeta. Todo el tiempo mientras Wences iba caminando al gomón sentí­a la escopeta en su espalda, y por unos momentos en su vida, se sintió aterrorizado. Dice que todos fumaban sin parar y actuaban en forma extraña. Parece ser que el crank ha hecho estragos en Tailandia. Es barato y fácil de conseguir. Se fabrica en Burma, y se trae de contrabando a Tailandia. Quizás estaban todos drogados con crank. Quién sabe lo que estaba pasando. Yo sólo estaba contenta de salir de ahí­ y de que Liz y David pudieran convencer a su conductor de taxi tuk tuk de que los llevara a otro lado a encontrarse con nosotros.

Wences habí­a estado hablando de afeitarse la cabeza durante más de un año. Siempre he preferido el pelo de Wences justo cuando está empezando a ponerse fuera de control, o, si mirás las fotos del principio del viaje, cuando estaba largo y lujoso. Como Wences me ha dicho muchas veces que no me corte el pelo, cada vez que él empezaba a hablar de pelarse, yo amenazaba con pelarme con él. Qué interesante serí­a eso. En lugar de salida de baño para él y para ella, tendrí­amos cabezas rapadas para él y para ella. En cierta forma lleva el significado de estar juntos a otro nivel. Bueno, no sé qué pasó, pero un dí­a a mediados de diciembre, Wences desapareció con una bolsa llena de artí­culos de tocador junto a la ducha exterior en la parte trasera del barco. Cuando le pregunté si iba a nadar, sonrió pí­caramente y simplemente dijo “NO”. No le di mucha importancia hasta que escuché a David y Liz que conversaban sobre “cortárselo TODO”. Ahí­ me di cuenta. Fui corriendo al fondo del barco con la esperanza de agarrarlo a tiempo. Pero fue demasiado tarde. Una hora después Wences apareció, un hombre cambiado. Completamente calvo. Con un aspecto tan cómico. No sólo porque estaba pelado, sino porque también estaba bronceado por todos lados menos en su nueva pelada. Pensé que para mí­ no podí­a estar más gracioso, hasta que se quemó la cabeza. Y después las largas tiras de piel de ví­bora que flotaban en la brisa sobre su cabeza eran de llorar de risa. Ahora, un mes después, debo admitir que aunque aún prefiero su cabello largo y lujoso, para ser un pelado se ve bien.

22 de diciembre

Mi padre, Dennis, y el hermano de Wences, Ezequiel, vinieron de Los Angeles cargados con muchos regalos de navidad para nosotros y pertrechos para el Simpática y el Rainbow. Dennis le regaló a Wences una bicicleta que resultó ser más bien un chasco que una bicicleta. Era imposible andar en ella. La rueda delantera era diminuta, y la trasera era grande, como esas bicicletas delirantes de los circos de antaño. Wences y Ezequiel intentaron aprender a usarlas durante unas horas, sin suerte. Se chocaban contra barcos, casi caí­an al agua, era como mirar una pelí­cula de los hermanos Marx. No pude dejar de percibir la pí­cara sonrisa de Dennis. Ah, esta la estaba disfrutando. Después de más de 24 horas de intentar andar en la bicicleta, Ezequiel y Wences decidieron desarmarla y volver a armarla. En general eso significa una muerte segura para el objeto en cuestión. Pero una hora más tarde estaban andando en esa bicicleta como si lo hubieran hecho durante años. Resulta que Dennis la habí­a armado mal, quizás a propósito. A Wences le encantó. Tanto que no quiso mantenerla en el barco. Querí­a que Dennis y Ezequiel se la llevasen de vuelta a Estados Unidos hasta que terminemos el viaje. Sabí­amos por la forma que Dennis levantó la ceja que ESO no iba a suceder. La familia de Wences está acostumbrada a acarrear cargamentos de cosas a través del mundo entero para sus parientes. Supongo que las cosas no siempre llegan a salvo por correo a Argentina y a menudo hay que pagar demasiado para sacarlas de aduanas. Después de experimentar esa frustración en Tailandia, entiendo por qué es tanto más agradable mandar las cosas con alguien que conocés, en lugar de preguntarte durante semanas si tu paquete llegará algún dí­a a destino, y si lo hace, cuánto van a tener que pagar para recibirlo. Pero también entendí­ la perspectiva de Dennis. Cuando alguien te regala una bicicleta, no le agradeces por traerla hasta Tailandia diciendo ahora me la podés llevar de vuelta a Los Angeles y yo la levanto en un par de años. Dennis se plantó. Resultó que podí­amos mandarla de vuelta a Estados Unidos por un precio bastante razonable.

El hotel de Dennis quedaba a 20 minutos de nuestra marina. Lo dejamos ahí­ y nos volvimos al barco con Ezequiel. Aunque al principio Ezequiel estuvo un rato en shock por el nuevo look de Wences, supongo que le gustó, porque dos horas después de llegar, volvió de la ducha completamente rapado. ¡Qué pasa con estos muchachos! Pero quedaban simpáticos, los Hermanos Pelados. Y después que Ezequiel se quemó su piel virgen y desescamó la piel de lagarto por todo el barco, también le quedó bien.

23 de diciembre

Ezequiel decidió aprovechar el tiempo que í­bamos a pasar en Phuket para tomar un curso de buceo. Se iba temprano de mañana y volví­a de tarde, quemado por el sol pero contento. También sacó algunas fotos fantásticas abajo del agua. Wences estaba contento de tener a alguien que usase su compresor de buceo aparte de él. Yo no creo poder encarar todo eso, si viene un tiburón te tenés que quedar en el agua y graduar el tiempo de tu ascenso según la relación de tu cosa de las burbujitas. Yo estoy contenta con el esnorquel. Pero estuvo bárbaro que Wences y Ezequiel pudieran hacer eso juntos.

Tuve tres horas y media para hacer todas las compras de Navidad. Lo único que puedo decir es gracias a Dios por los shoppings. Me tomé dos tazas de café para prepararme, ¡y salí­ corriendo!

Esa noche cenamos con Dennis en el hotel Laguna Beach. Tení­an un agradable buffet, con comida muy deli, y después un espectáculo de danza. Dio se hizo amigo de un francesito simpático y los dos se pasaron la mayor parte del tiempo correteando por el escenario, bailando y jugueteando. Al principio me preocupó que los bailarines se fueran a molestar, especialmente porque los nenes eran tanto mejores que ellos, pero se portaron muy bien al respecto. Hasta que Dio decidió subirse al escenario. Pasé el resto de la noche jugueteando con Dio y el nene francés, bailando junto a unos árboles cercanos, colocándome de tal forma que si Dio se caí­a de la pared de piedra de un metro y medio de altura, yo estuviera para atajarlo. O si volví­a a intentar tomar el escenario, poder interceptarlo. Ya saben, cosas de mamá.

24 de diciembre

Pasé el dí­a con Dennis en su hotel. ¡Sin niños! Fue tan agradable poder dedicarle toda mi atención a él y no a dónde se iba corriendo Dio o qué se estaba metiendo Theo en la boca. Comimos un rico almuerzo, fuimos a nadar al mar, la temperatura estaba perfecta. Después en la piscina nos tiramos por el tobogán tres veces. Si hubiese tenido más tiempo, me habrí­a tirado por el tobogán unas cuantas veces más. La primera vez me estaba riendo como loca porque no podí­a creer lo fuerte que gritaba, tanto que casi me ahogué. Cuando por fin paré de asfixiarme, vi que habí­a cuatro niños de cinco años que me miraban fijo, con cara de “¡qué le pasa a esta señora!” Las próximas dos veces traté de actuar más canchera, pero hay algo en esos toboganes que me hace perder el control, cuando vas tan rápido con el agua, es tan divertido y después pensás que podés salir volando al cielo del tobogán, pero nunca pasa. Después me hice un masaje en un cuarto hermoso y sereno, con sonido de agua y fragancia de frangi pani. Por desgracia a los mosquitos también les gusta el frangi pani y cayeron de colados a mi masaje. De vez en cuando, entre suaves y amplios movimientos, la masajista me daba una palmada en el brazo o en la espalda y se regocijaba ante la muerte de otro mosquito. Fue terapéutico de cierta forma extraña, porque yo vivo en guerra con los malditos, así­ que en lo que a mi concierne, cuantos menos de ellos haya, mejor para todos.

NAVIDAD

Pasamos Navidad anclados en la Bahí­a de Nai Harn. Celebramos en el Le Meridien Yacht Club con Dennis, Ezequiel, y Eric, Nicole, y Luna del Rainbow Voyager. Le Meridien tiene una hermosa vista de la bahí­a, una comida maravillosa, y buen servicio. Cuando Dio y Luna empezaron a destrozar la decoración de la casa de jengibre de tamaño humano (hecha de cartón), el personal sonreí­a nervioso, y asintieron agradecidos cuando le arranqué los deditos transpirado a Dio del pino de cartón cubierto de nieve. Pasaron la versión de Gloria Estefan de THIS CHRISTMAS, lo que me recordó que hace apenas un año estaba terminando el primer borrador del guión de Connie Francis para ella. Y hace dos años nos acabábamos de mudar al barco y estábamos pasando Navidad con mi familia en Cambridge. ¡Cómo vuela el tiempo! Miraba a Dennis bailar con Dio y Luna en la escena navideña y trataba de recordar si alguna vez habí­a visto a mi padre sonreí­r ESA sonrisa. Una combinación de felicidad absoluta y orgullo.

Al dí­a siguiente navegamos a Koh Yai donde los varones se bajaron y exploraron una pequeña aldea de pescadores. Theodore estaba a medio comer, así­ que nos quedamos en el barco y dormimos una linda y tranquila siesta. í‰ramos el único velero a la vista. Es difí­cil describir la belleza de esta zona de Tailandia. Hay cientos de islas por todas partes, cada una torre de roca que se lanza directo al cielo desde el agua. Algunas de las islas tienen playas, otras no. Algunas tienen cuevas, vida vegetal, otras no, pero todas son hermosas a su manera, y cuando vez cientos de ellas a la vez, te deja sin aliento.

Al dí­a siguiente navegamos a la famosa isla Koh Ping Kan, donde filmaron una escena para la pelí­cula de James Bond. Habí­amos anclado a unas cuantas islas de distancia, en soledad. Al rodear la esquina fue tan extraño. Estaba REPLETO de turistas. Cientos de europeos que salí­an de barcos largos con sus cámaras, mochilas, con sus sandalias Teva. Vimos unos cuantos monjes con sus túnicas color azafrán. Supongo que a los monjes también les gusta James Bond. Habí­a vendedores de helado, zapatos, collares, camisetas, porquerí­as para comer, toda clase de cosas de turistas. Dennis llevó a Dio a caminar por la roca. Me senté a intentar descifrar qué turista era de qué paí­s de Europa. Ese dí­a habí­a muchos italianos y rusos. Esos rusos tienen un gusto extraño, quedaron paralizados en los años 80.

Al dí­a siguiente fuimos navegando a la aldea de gitanos marinos musulmanes. La pesca en esta zona es tan buena que algunos pescadores construyeron una aldea sobre palafitos. Es toda una imagen Todo está en alguna clase de puente. Hay docenas de restaurantes en espera de los barcos con turistas que vienen a diario. Hicimos un paseo por la aldea después de almorzar. Dennis le regaló a Dio muchos conjuntos con elefantitos y más elefantitos para agregar a su colección. Uno chiquito negro con una montura de metal, creo que es el único al que no le falta la trompa, o una pierna, o la cola. Pero vamos a darle un poco de tiempo. Dio tiene talento para la destrucción. Nos cruzamos con una mujer con un mono. Claro que acá están dedicados a explotar lo que sea por una comida, así­ que le pagamos algo razonable para que Dio pudiese tocar el mono. En un abrir y cerrar de ojos, Dio tení­a puesto al mono. Le miré la cara a ver si no tení­a problema con esto. Tení­a el equilibrio perfecto entre miedo y fascinación que garantizaba que no tení­a problema. Dennis era el que parecí­a que iba a devolver su desayuno. Después que la señora le sacó el mono y todo el mundo se fue a explorar la aldea de nuevo, Dio se quedó. La mujer enseguida se compró el desayuno y Dio se sentó al lado del mono. Al principio Dio no lograba tocarlo. Simplemente lo miraba. Después, despacio, empezó a acercarse cada vez más, mirando al mono, hasta que con gran delicadeza le tocó la pierna al mono. El mono, probablemente drogado, asumámoslo, no se movió, así­ que Dio lo acarició un poco más, con la lengua afuera, esa expresión de algunos hombres cuando están reparando algo con profunda concentración.

Para Año Nuevo estábamos en Rai Lei Beach en Krabi. Bajamos a tierra para una cena temprano con los niños. Una vez más, esta no era ninguna isla desierta. Cientos y cientos de mochileros por todos lados. Habí­a algunos restaurantes, cafés, lugares de tatuajes, de masajes, una tiendita, una mezcla extraña de servicios. Conseguimos una mesa justo al lado de la playa y nos sentamos mirando a Dio deambular por la playa. Al principio hizo castillas de arena por su cuenta, después impuso su participación en un partido de fútbol que estaban jugando unos niños más grandes. Se portaron muy bien con él y lo dejaron patear varias veces. Era tan divertido mirarlo interactuar en ese tipo de medio. Libre de hacer lo que quisiera. Eso fue lo que mismo hizo. Después de cenar volvimos al barco, y acosté a los niños. Después de eso hicimos lo que habí­amos estado haciendo todas las noches desde que llegaron Dennis y Ezequiel. Pusimos un DVD de la serie “24”. Cualquiera que haya visto este programa va a entender cómo es que cuando te das cuenta, miraste tres episodios seguidos. Hice unas galletitas con copos de chocolate y miramos tres episodios seguidos. Entre episodios, salí­ afuera a tomar un poco de aire, y vi una de las cosas más hermosas que he visto en mi vida. Cientos lámparas iluminando el cielo, flotando con el viento, en fila, comenzaban su trayecto desde la playa frente nuestro y luego flotaban cientos de metros sobre nuestra cabeza hacia las nubes. Podí­an verse por kilómetros y kilómetros, iluminando el cielo. Después vinieron los fuegos artificiales. Qué tradición fantásticas. Por supuesto que como americana, no podí­a dejar de preguntarme cuántos incendios forestales iba a iniciar esta elegante peregrinación. Pude arrancar a Dennis, Ezequiel y Wences de 24 por unos minutos. Quedamos todos hipnotizados.

Nos quedamos dos dí­as en Phi Phi Lei para tener oportunidad de explorar los corales. Es un lugar fantástico para hacer esnorquel. Una cala en forma de U con coral a los lados, agua transparente, en algunos lugares muy llana. Lo único malo es que todo el mundo y la abuela también sabí­a que este era un lugar fantástico para bucear, y todos estaban ahí­. Para las 10 de la mañana los barcos de buceo ya competí­an por los mejores lugares para anclar, dando vueltas en sus ruidosos barcos, haciéndonos sacudir. Imposible para los niños dormir la siesta. Después la mayorí­a se volví­a. Para volver al dí­a siguiente con nuevos turistas. Tailandia tiene clarí­simo el negocio del turismo.

Llegamos de vuelta a Phuket con tiempo de sobra para que Dennis y Ezequiel juntaran sus cosas. Tomamos un lindo té de despedida en el café que abrió en la marina durante nuestra ausencia, y Wences los llevó al aeropuerto. Fue una visita tan linda para todos. Aunque estuvieron dos semanas, lo que parece mucho, se pasó volando. Me alegró poder tener buenas charlas, serias, tanto con Dennis como con Ezequiel. El tipo de charlas que no se puede planear por adelantado y el tipo de charlas que se dan sólo cuando estás pasando tiempo juntos. Realmente disfruté de ver a nuestra familia interactuar entre sí­, la forma en que Ezequiel y Dennis hacen bromas el uno al otro, la expresión de sorpresa de Ezequiel ante algo que hace Dio, y la alegrí­a en las caras de Wences, Dio y Theo. Tres generaciones en un barco.

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