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Tonga November 5, 2004 english

Posted by Belle in : Tonga , trackback

El dí­a que llegamos a Tonga estábamos todos un poco excitados y pasados de revoluciones. No esperábamos que la travesí­a desde Bora Bora llevase tanto tiempo. Ocho dí­as. Pero nuestro gurú meterológico habí­a elegido una ruta que iba a evitar todos los frentes, y por lo visto, el viento también. Algunos dí­as estaba tan calmo que era como navegar en un lago. Cuando avistamos las islas de Tonga por primera vez casi nos pareció un sueño. Desde la distancia vimos otro catamarán que vení­a en nuestra dirección. Cuanto más cerca estábamos, más parecí­a absolutamente idéntico a Simpática. Era decididamente un Catalina 471 y era amarillo como Simpática. Yo creí­a que el calor y el embarazo me estaban haciendo delirar, así­ que fui para adentro a lavarme la cara. El agua no ayudó. Nuestro mellizo gemelo seguí­a su curso directo hacia nosotros. Quizás habí­a algun triángulo extraño de las Tonga o algo así­, en el que los navegantes sufren visiones después de pasar dí­as sin viento y sin ver tierra. Finalmente Wences se dio cuenta de que conocí­a el barco, que habí­a intentado comprarlo antes de encontrar a Simpática. El nombre del barco era Traveler y los dueños eran una agradable pareja canadiense, Scott y Nancy. Intercambiamos datos e hicimos planes para encontrarnos en una semana o dos. Iban rumbo a una isla diferente con unos amigos que estaban visitándolos de Canadá.

Nos quedamos en Tonga tres semanas, la estadí­a más larga en lo que iba del viaje hasta la fecha, aparte de Panamá, que ninguno de nosotros cuenta porque fue por necesidad, o por lo menos eso pensamos en el momento. Nada de lo que arreglamos en Panamá funcionó después de dos dí­as de salir de Panamá, y nos arreglamos para vivir sin esas cosas; el aire acondicionado y el generador fueron las principales cosas de las que nos acostumbramos a prescindir.

Tonga es hermosa y es un paraí­so para el navegante. Tantas islas desparramadas por las cristalinas aguas azules que uno podrí­a pasar años explorando todos los recovecos e igual sentir como que todaví­a quedaba más por explorar.

En Tonga tuvimos la suerte de conocer gente fantástica. Mientras caminábamos por el pueblo nos abordó una pequeña mujer de Estados Unidos. “¿Perdón, pero ustedes son de Chile?” Esa no es una buena forma de iniciar una conversación con un argentino porque ningún ARGENTINO quiere que lo confundan con ninguna otra cosa, porque ser argentino es lo mejor que les ha pasado en la vida. O por lo menos eso es lo que le gusta decir en broma a Wences.

Resultó ser que esta mujer, Sherry, viví­a una vida completamente excepcional. Ella y su marido se habí­an enamorado de Tonga hace años, vendieron todo y se fueron a vivir a un diminuto barco anclado en una isla justo enfrente a Vauvau, uno de los cuatro archipiélagos de Tonga, donde ella pinta paisajes, retratos, camisetas, etc. Nos invitó a su estudio y nos dijo que viví­a en el rincón latino de Tonga. Parece que dos españoles abrieron un pequeño restaurant, LA PAELLA, en la isla al lado de su ARC STUDIO, y todos los latinos que pasaran por Tonga no sólo iban al restaurant, sino que en general anclaban cerca de la isla y se quedaban algún tiempo. Pensó que nos gustarí­a conocer a su amigo chileno, Alan, y a los españoles, Maria y Eduardo.

Mientras nos quedábamos cerca de LA PAELLA conocimos a Alan, Maria y Eduardo, Ana y Everisto, y dos chilenos, Andrés y Christian, del barco Lobo. Ir a LA PAELLA es como entrar en otro mundo. Uno sabe que aún está en Tonga cuando los pollos entran a la casa principal, los pájaros aterrizan sobre las mesas y la brisa fresca entra por la pared de juncos con grandes recortes en forma de ventanas que miran hacia el paisaje tropical crecido. Pero los afiches de corridas de toros españolas, las sartenes de paella, y el olor de la tortilla recién hecha que humea en la mesa frente de uno hacen que sea fácil imaginar por un momento que uno está en un restaurant extraño en algún lugar de la costa de España. Nos divertimos tanto en ese lugar. LA PAELLA era más que un restaurant para esta gente, era un pedazo de sus tierras nativas. Maria y Eduardo recibí­an a la gente en su restaurant a cualquier hora del dí­a para charlar y compartir cuentos. Además, poder hablar con otra gente en español era una decidida ventaja para estos viajeros. La mayorí­a habí­a viajado casi dos mil kilómetros y todaví­a les quedaba mucho por recorrer.

Eduardo tocaba en un grupo en España llamado Las Papas. Cuando al grupo le empezó a ir bien, hubo un conflicto de intereses entre los integrantes y poco después Eduardo se fue de España con Maria. Navegaron durante diez años buscando aventura y una nueva forma de vida, o una forma de vida menos material. Y encontraron lo que buscaban en Tonga.

Cuando se retira el último plato de postre y se sirve el café, Eduardo sale de atrás de una cortina dorada estilo años setenta con su guitarra, un banco, y una rama retorcida que hace las veces de soporte para el micrófono. Por las mesas se pasa una canasta llena de maracas y guiros que no combinan entre sí­. Al principio sólo los valientes y osados agarran un instrumento, pero para el final de la noche todo el mundo está golpeando y marcando el ritmo con algo. Después Eduardo empieza a tocar. Eduardo toca cualquier cosa, desde viejos temas de son cubano, hasta los Beatles. A menudo lo acompaña Maria, un joven de Tonga que lo ayuda de vez en cuando en la cocina y a quien Eduardo le enseñó a tocar la baterí­a, y/o algún miembro de la audiencia que se apunte. Por más que uno se esfuerce por descifrar el idioma en que canta, nunca va a ser posible identificar su origen ya que es verdaderamente original. Parece que a Eduardo nunca le interesaron mucho las letras. Cuando a los 20 años cantaba para Las Papas, muchas veces tocaba canciones de los Beatles, pero cantaba cualquier cosa que encajara con la canción. En otras palabras, en ningún idioma, aunque suena parecido a varios. En un bar de España lo echaron cuando los parroquianos creyeron que estaba cantando en armenio. También le han dicho que canta exactamente igual a un cantante de blues famoso de Chicago. Un periodista de hecho lo designó como el creador de un movimiento de música latina muy, muy subterráneo, el WANCHIE WANCHIE, una expresión que Eduardo inventó una noche mientras cantaba. Pero de todas formas a nosotros, después de estar en compañí­a de la gente de Tonga y de la Polinesia Francesa, que hablan su propio dialecto del francés, sin jamás entender lo que decí­an, el idioma especial de Eduardo nos parecí­a perfectamente normal.

El tiempo que pasamos en Vavau se pasó bastante rápido. Fue la primera vez que nos quedamos en un lugar tanto tiempo, sin más planes que explorar. Fue fantástico. Cuando llegó la hora de navegar a Tongatapu, la isla principal, a por lo menos un dí­a y medio de viaje, el tiempo no estaba demasiado bueno. Esperamos y esperamos, pero parecí­a que no iba a mejorar en el corto plazo. Como Jorge ya habí­a salido de Argentina y llegaba en dos dí­as a Tongatapu, sabí­amos que tení­amos que irnos, aunque todos nos dijeron que no lo hiciéramos. Yo habí­a estado un poco preocupada porque unos dí­as antes Andrés y Christian se habí­an ido de Tonga para volver a Chile pero terminaron de vuelta al dí­a siguiente, con el mástil roto. Pero partimos igual. Esa travesí­a resultó por lejos la peor navegación que hemos experimentado. Hay una zanja debajo de Tonga que hace que las olas en este trecho particular, en ciertas condiciones climáticas, sean muy picadas y desagradables. Con fuertes vientos en nuestra proa, y esas olas, por primera vez desde que salimos de Miami, me mareé por completo. Estaba tan mal que no podí­a hacer nada que no fuera estar acostada, completamente horizontal. Cuando me levantaba a hacer algo, me descomponí­a. Lo peor era que escuchaba a Dio llorar y no podí­a ir a donde estaba. Me sentí­a tan inútil. Por suerte Sofí­a habí­a tomado algo que le habí­a dado una agradable pareja británica de un barco llamado Trade Secrets, así­ que ella estaba bien, no bárbara, pero se las podí­a arreglar. Por desgracia no hay nada que una mujer embarazada pueda tomar. Hasta Wences se mareó. Fue verdaderamente horrible. Para cuando llegamos a Tongatapu yo ya prácticamente habí­a decidido que navegar a Nueva Zelandia no era una opción para mí­. Decidí­ igual esperar la palabra final de Bob McDavitt, nuestro gurú meteorológico. Estaba bastante segura de que no iba a ser suficientemente buena.

La llegada de Jorge fue divertidí­sima. Primero, trajo tantos regalos, que me sorprende que lo hayan dejado subirse al avión, y hasta hoy no sé cómo cupo todo en esa valijita. Debe haber hecho que un elefante se parara sobre la valija para poder cerrarla. Adoramos a Jorge y siempre lo pasamos tan bien con él. Es el explorador perfercto: valiente, pero con inteligencia, no imprudente, apreciativo sin ser cursi, cómico sin sacar a Wences de las luminarias, y atento. Me encanta ver a Jorge y a Wences juntos porque sé que ambos disfrutan tanto del encuentro. Jorge y Dio también se llevaron bárbaro. Jorge llamaba a Dio “mi soldadito” e hicieron toda clase de cosa divertida, como guardarlo en su valija, colgarlo patas arriba como un pescado, meterlo en todo tipo de lugar estrecho, y Dio disfrutó cada segundo.

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